Granada tiene olor a humedad y Fuente Vaquero a orujo. Hace calor, como si la pasión inundara el cielo y llueve barro. No es figurativo, no. Llueve barro que viaja kilómetros desde el desierto y cae en Granada, porque todos quieren estar acá.
Granada, también, huele a té, a cuero y a sangría fría. Huele a cueva y a flamenco y a caminos estrechos. Huele a Albayzín mítico y misterioso. Huele a ciudad hecha a los apurones y sin sentido. Granada huele a "¡Adiós, Catalina"! y un flamenco personal e intimista, pero huele también a tierra partida y río seco, que casi ni parece río, ni recuerda cómo ser río.
Granada huele a Alhambra y La Alhambra huele a verde robado. La Alhambra tiene el agua y la vida que Granada pide a gritos. Y no se la presta. Subir a La Alhambra es, casi literal, subir al paraíso, porque huele a agua fresca, a naranjo estallado y a fuentes que corren, robando el reflejo de los visitantes y de los rosales.
Fuente Vaqueros huele a orujo, sí, y huele a infancia. No hay chicos, casi. Hay gente que barre y gente que conversa y gente que sonríe. Huele a pueblo polvoroso.
"¿Federico? ¿El poeta? Allí." Todos conocen ese olor. Y Federico niño entra corriendo por esa puerta que no se abre.
Fuente Vaqueros es un piano de fotografía y dos grabados infantiles. Es el comienzo de un día que huele a vida entera y a resumen.
Porque, de vuelta en Granada, el aire huele a San Vicente. Que tiene olivos en la calle y huele a parra dulce.
Hay madera añeja y hay Federico que no se fue.
Hay olor a sangre y muerte, también. En algún lugar punto entre Alfacar y Víznar hay un parque que duele y huele a tiempo detenido y a tumba ausente. Hay olor a silencio y a viento cálido que trae las palabras del poeta.
Hay olor a Mariana Pineda, a Rosales, a rojos y a Guardia Civil. A Bernarda, a duende, a Manuel de Falla.
Granada tiene olor a humedad y Fuente Vaqueros a orujo.
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