Hay lugares en la vida de todas las personas que son lugares con un aura especial. Yo tengo algunos más espirituales, otros más superficiales.
El Gran Rex, por varios motivos, es uno de esos lugares que me movilizan de una manera especial. Es un lugar en el cual la sensibilidad se extrapola en mi cuerpo, sin que yo pueda contenerlo, y me muestra cosas que, si bien ya las sabía, no era capaz de escenificarlo.
Ahí terminé de conocer a Ismael Serrano y comprobé que el amor materno es algo que no todos tienen la dicha de vivir con la potencia con la que lo vivo yo, cuando en esa canción nos descubrí llorando, por los mismos motivos y el mismo amor.
Ahí, también, puse punto final a una relación que ya venía apagándose, y que se terminó de apagar en un concierto desdichado, en el que me sentí inmensa, infinita, pero, también, muy sola y casi indefensa. Ese día me supe jodida, pero contenta. Y lloré en la soledad de la compañía, por última vez.
Hace unas noches, el Gran Rex volvió a regalarme un momento así. Hace unas noches lo descubrí bailando y sonriendo. Lo descubrí feliz. Me miró, me agradeció, me dio un beso y yo supe que estoy en el lugar del cual no tengo ganas de irme. Del cual ya no me voy a ir. El domingo terminé de enamorarme, por completo, al son de Jorge Drexler y una canción llena de colores nuevos.
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